La cama era de su madre. Aquella señora que tanto se empeñaba en separarnos, en encadenarnos para que el instinto no tomara su forma absoluta y nos deleitáramos con los placeres de la carne. Curiosamente, ese día a su hija no le importó el lugar, quizás... en el fondo y sin necesidad de decirlo le excitaba invadir ese espacio prohibido; siendo sincero, gran parte del gozo se lo debo a esa cama y su significado.
El acto fue tosco y violento, con pocos besos y sin mirarnos a los ojos. La luz encendida. Le grité (gruñí) palabras que pensé jamás le diría a una mujer mientras ella clavaba sus uñas en mi espalda o jalaba de tanto en tanto mi cabello y dejaba escapar gemidos exquisitos. Apretaba su cuello para sofocarla y penetrarla con más fuerza. Luego del disfrute y la explosión orgasmica al unisono de ambos cuerpos no volvimos a hablar de la ocasión y mucho menos de los recuerdos que dejamos en la cama de su madre. Los besos y las caricias pertenecieron a todos los demás momentos en los que nos amarrábamos con nuestros cuerpos, el amor significó mucho durante bastante tiempo pero la cama de su mamá recuerda el sexo violento de dos seres que parecían extraños, ajenos completamente el uno al otro con el único fin de auto satisfacerse siguiendo un impulso sin entendimiento ni razón.
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