Lo curioso era que Al Bino no acostumbraba fumar. El día de su desgracia aceptó el cigarro del suicidio sin dudar... Nacido y crecido en un barrio de clase alta, Al se vio rodeado de gente y costumbres que no conocía, el lado gris de la ciudad no le pareció tan gris cómo se lo imaginaba, más bien le adjudicó un color café con algo de rojo.
Lo que la inexperiencia e inocencia le ocultaban era que el café sí estaba realmente fusionado con el gris del que todos los de su mundo hablaban con desprecio (miedo en realidad), que el rojo era rojo sangre pues la violencia era un estilo de vida en aquel sub-universo, que el verde de la envidia era tan oscuro como el aguacate y la ignorancia no podía faltar para aderezar aquella delicia de platillo.
Al Bino, o cómo lo pronunciaban en su casa "Al Vain", llegó a estar donde estaba gracias a una serie de confusos acontecimientos que no se detuvo a analizar; lo que importaba o dejaba de importar era que Carmencita, su novia desde los 16, había muerto de varios disparos de bala. Carmen no debía nada, así tampoco debía nada su familia pero estar en el lugar equivocado, a la hora equivocada le proporcionó un pasaporte de ida y sin regreso al otro lado de las vías de la vida. La inseguridad acabó con la vida de su morrita, disparos que eran para otros terminaron tiñendo su blanca piel con rojo ardiente.
El desvaído barrio multicolor se puso una máscara para hacer sentir a Al Bino un poco menos inseguro de lo que realmente estaba y la invitación por parte de los morros que poblaban la esquina maloliente más próxima a unirse a ellos fue casi inmediata. Saber qué hacer no le preocupaba, después de todo, el hueco que sentía en el estómago iba más allá de ser simplemente un vacío... Sus nuevos amigos escupían bromas llenas de sarcasmo saturadas de veneno, Al no quería descifrar su lenguaje pero sí temía llegar a comprenderlo por error; mientras que se seguía vomitando ignorancia, uno de ellos, el que tenía tatuado en la cabeza la vagina de una mujer forjaba un cigarro. El ci-ga-rro.
Cuando el pelón terminó su obra de arte, acaricio la vagina tatuada en su cabeza con dos de sus largos dedos huesudos y le pasó el porro al invitado especial. No lo prendió, ni siquiera lo ofreció a los demás que ya sabían de qué se trataba, simplemente se lo proporcionó junto a un encendedor recién robado. Al sintió que su estomago volvía a su lugar cuando todos enmudecieron y pelaron los dientes al sonreír como hienas. El gallo estaba forjado en papel purpura, su relleno distaba de ser la mariguana que casi había experimentado probar hacía mucho tiempo en una de sus borracheras, este era un cigarro de la muerte, con un ingrediente que tornaba lo que debería de ser hierba en una especie de pasta viscosa y de olor sintético. Tomó el cigarro, lo prendió, dio un sorbo de profesional que llenó sus pulmones del humo más negro que jamás pudo imaginar, sus células no dudaron en absorber todo lo que el nuevo inquilino les regalaba y el cerebro fue pateado hasta Neptuno. Sus pupilas no se dilataron, en realidad se convirtieron en una especie de mancha, su quijada casi se disloca y las uñas de ambas manos se le clavaron con tanta fuerza que a varios metros se pudo escuchar como se rompía el cuero. Salió de su cuerpo por primera vez, su mente dio varias vueltas alrededor del universo y pudo oler la piel de Carmen, ver sus ojos y escuchar uno de sus bellos suspiros.
El viaje hacía una muerte innevitable duró más de lo que sus nuevos amigos esperaban. Me gustaría decir que Al se encontrará con Carmen, pero cualquiera que fume aquello que él fumó jamás irá a dónde sea que las almas se van.
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